Llevar a los niños a un museo es una mala idea. Más de una vez se ha visto a un par de adultos con sus retoño a cuestas, con el coche, la pañalera, la lonchera y una bolsa de juguetes. Intentando mantener a un niño entretenido mientras ellos tratan de absorber algo de cultura y ver obras de arte, o hasta escuchar la detallada explicación de un guía que le da sentido a todo lo que tienen por delante.
Entonces uno que los ve se molesta, los ve con cara odio, de “aquí no deberías estar” como quien ve un perro en una iglesia, y se lamenta de que haya gente inconsciente que no es capaz de entender que los museos, que el arte, no es para niños. Para ellos hay otras actividades. El arte es serio. Es para adultos.
Afortunadamente a mí no me criaron de esa forma. Siempre me llevaron a museos. Desde que tengo uso de razón. Tanto así que realmente no puedo recordar cuál fue mi primera vez.
Ir a museos con mi papá era algo natural. Además de algo divertido. Claro que uno cuando es pequeño siempre tiene otros intereses. Jugar es jugar. Pero ir a museos con mi papá era algo que compartíamos, que hacíamos juntos, significaba que íbamos a estar un rato paseando, a veces solos, otras también con mi mamá y que además iba a escuchar historias fabulosas, de animales, de castillos, de princesas, de cuanto personaje pudiera imaginar. Todo dependía de qué había colgado en la pared, o que estaba exhibido en el museo.
Amo la cultura, porque nunca me la pusieron en un pedestal inalcanzable. Pero sobre todo, jamás la vi como algo aburrido, porque mis padres no me lo hicieron aburrido. Nunca me llevaron al tour donde la explicación efectivamente era demasiado larga y abstracta para mí. Siempre se adaptaron a mi edad, y buscaron la forma de que yo encontrase entretenido lo que estaba viendo.
Recuerdo que luego a los quince años me mandaron en un tour de quinceañeras y para mí fue muy emocionante ir sola a los museos. Poco a poco ir descubriendo el arte de una forma un poco más adulta. Reconociendo cosas que habíamos visto, y que habíamos estudiado juntos, historias que me habían contado. No se hizo para nada aburrido, ni maldecí la visita al museo por estar pendiente de escuchar música. Mis papá se encargaron de acercarme la cultura, al igual que lo hicieron un par de maestros a quien les estaré agradecida toda la vida.
Conozco muchos adultos que se aburren más que los niños en museos. Que les da flojera leer. Que aborrecen un concierto clásico. Y efectivamente son las típicas personas que te dicen que “llevar un niño a un museo es una pérdida de tiempo.” No los juzgo. Si no lo has vivido no lo entiendes, pero quisiera pedirles que se den la oportunidad para compartir con sus hijos.
Buscar una exposición local y llevar al niño, por pequeño que sea y contarle una historia sobre el cuadro, fotografía o estatua. Ponerle un concierto en la tele y decirle con emoción “¡Mira! ¡Eso es un violín!” Seguramente el niño no escuchará el concierto completo ni dirá algo como “Si, la verdad es que Mahler hay que escucharlo en el teatro donde se aprecia mejor la acústica.” Eso no es disfrutar y saber de arte. El niño va a mirar atento, va a tratar de entender la reacción del padre y sólo por el hecho de verle entusiasmado y de darse cuenta de que le están incluyendo en una actividad se va a emocionar. La próxima vez que vea un concierto en la tele intentará buscar el violín y será el momento para decirle “¡Mira, ese gigante es el trombón!” Hasta se le puede contar una historia, de cómo el violín y el trombón se volvieron amigos, y juntos hacen música. Se puede hablar de la familia de la orquesta, del papá director, de los hijos gordos como el contrabajo y de la niña consentida de la familia que es el harpa.
Cada vez son más los estudios que comprueban la efectividad del arte y la cultura en la educación. Hay mil formas de acercar a los niños a la cultura. Y un niño que se acerca a la cultura, que lee con sus padres, que los acompaña a lugares como museos y exposiciones se convierte en un hijo de su tiempo. Desarrolla sensibilidad y es más fácil educarlo en valores. Al final del día, el arte transmite esa esencia de lo que es el ser humano, algo que es tan etéreo y casi imposible de comunicar con palabras.
Sobre todo compartir el arte es algo que nos ayuda a crear recuerdos, a compartir, incluso da pie para hablar de temas difíciles como el sexo en la adolescencia, la violencia, y hasta sentimientos como la rabia y la soledad.
Así que compartir arte con los hijos no es perder el tiempo. Lo certifico, la mía tiene dos y medio. Hace unos meses fuimos una exposición que había en el taller de Roberto Mata con fotografías de animales, y gozó mientras iba identificando jirafas y elefantes. Yo disfrutaba de las fotos y compartía con ella.
Poco a poco convertiremos esos paseos en nuestro ritual. Y cuando ella necesite un refugio, para mí va a ser mucho más fácil ofrecérselo. No hay que olvidar que el amor por el arte, como cualquier amor no tiene horario, ni fecha en el calendario.
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