Cuando tenía trece años mi mamá me obligó a trabajar en una librería. Me pagaban un sueldo interesante para la edad que tenía. Eventualmente el verano terminó y cuando vine a ver no había ahorrado un centavo. Todo me lo gasté en chucherías y en libros.
Me fascinaba sacar las cuentas de los clientes y llenarles las bolsas. Ni hablar de lo que me gustaba hacer mis recomendaciones o recibir los consejos de algún cliente que jugaba al viejo profesor con aquella niña un poco gordita y extraña.
Ese fue el verano de una de esas relaciones adolescentes que empiezan en pura ilusión, se llenan de magia y terminan con las cachetadas que te da la realidad para intentar hacer de uno un adulto incrédulo. Si algo me ha protegió de lo que viví ese verano fue la lectura. Ya allí sin saberlo me estaba enfermando de forma incurable con esto que tengo ahora. Enfermedad de libros. En mi vida ha habido una sola constante y es el amor por los libros. Lo demás, salvo ciertos afectos, siempre ha terminado por ser pasajero.
Y si uno ama a los libros. Si uno siente por ellos algo que es casi religioso, entonces no exagera al decir que las librerías son como templos. Como iglesias. Y que el librero es el cura. Uno de mis grandes amigos hoy en día es un librero. Nos conocimos y entablamos amistad por culpa de un libro.
¿Cómo no íbamos a entablar amistad? No hay gente que entienda más la enfermedad de libros que el librero. Además entiende que el lector busca mucho más que letras, oraciones y párrafos. El libero es psicólogo, psiquiatra, policía y bombero. Te escucha. Te diagnostica. Te medica, “¿es un despecho lo que usted tiene? Entonces tiene que buscar este autor y este otro.”
El librero es policía, porque le toca asegurarse que uno no rompa ciertas leyes, que no haga cosas impensables, ni toque los estantes prohibidos, como el de la autoayuda, la prosa vacía o aquellos libros que escribió ese autor que no tenía nada que decir, sino que simplemente quería decir algo. El librero al final del día es bombero. Pero es un bombero que felizmente quedará frustrado, al no poder apagar el fuego que consume al lector. Al contrario, ve su trabajo realizado cuando lo ve quemarse. Como se quema un vampiro con la luz del sol.
En carne viva. Así debe salir uno de una librería. En ese estado de sensibilidad, con ganas comerse el libro, comerse el mundo, sangrar, recibir transfusiones, convertirse en animal doméstico, animal salvaje y criatura fantástica.
La experiencia de una librería no puede ser nada más entrar. Pagar. Salir. De ser así uno está solo en un local que vende libros y eso no es suficiente para leer. Por eso a una ciudad hay que decirle, dime cómo son tus librerías y te diré qué eres. Te diré de dónde vienes. Te diré a dónde vas.
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