1. 1. El Derecho a que un adulto le lea en voz alta o lea a su lado.
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Imagina que llegas a la escuela de manejo. Estás nervioso la única que ves que te pusiste detrás de un volante manejaste como si fueras un campeón de caballos coleados. Tal vez incluso chocaste. La cosa no es tan fácil como parece. Apretar pedales y mover el volante y ya.
Por eso estás allí sentándote con el instructor. Él te dirá lo que tienes que hacer, marcará la pauta, y sobre todo, compartirá contigo la experiencia. Al final la cosas compartidas son mucho más sabrosas y más cuando uno está aprendiendo.
Ahora imagina que el instructor se sienta a tu lado. Te ordena “maneja” y punto. No dice más nada. Se pone a leer un periódico o a chatear por el celular. Contesta llamadas. Se ríe. Tal vez incluso te dice “ve y da tres o cuatro vueltas a la manzana y me buscas aquí, yo me voy a tomar un cafecito.”
Te indignarías. ¿Cómo es posible que me deje solo? ¿Cómo espera que yo aprenda sin que me haya dicho una palabra? Ni un consejo. Ni un tip. ¿Cómo saber si lo estoy haciendo bien o mal si no está aquí para corregirme? Conclusión: no le importa. Lo más probable es que te frustres y aunque te devuelvan tu dinero regresarás a tu casa sin saber manejar.
Misión: fallida.
Lo mismo sucede cuando uno está aprendiendo a leer. Entiéndase leer, no en el sentido estricto. Una persona puede aprender a leer incluso antes de poder “pasar la vista por lo escrito interpretando los signos.” Aprender a leer es aprender a gozar de una historia, a ir con el pensamiento del punto A al punto B, identificar en una narración, en un verso, en una imagen algo de nuestro ser. Y eso bien puede ser narrado por otra persona. Y lo que es más. Es mejor que sea así.
El padre o el maestro fungen como catalizadores de ese proceso. Les toca a ellos. A nosotros. Sentarnos con hijos y/o alumnos a mostrarles el pasaporte hacia viajes infinitos que hay en cada libro. Se pueden leer textos literalmente, al pie de la letra, se pueden inventar de la nada, o basados en cuentos ya escritos. En fin. El cielo es el límite.
¿Y si no puedo leer en voz alta?
A veces nos da miedo. Más cuando al ver a los cuentacuentos y las maravillas que hacen. La entonación. La proyección. Las voces de los personajes. Saben hacer como la hormiguita más tierna, y como el osito bebé, y también como el lobo feroz y la bruja malvada. ¡Y se saben los cuentos de memoria! ¿Qué hace uno entonces?
La respuesta es muy sencilla. Uno hace lo que puede. Lo cierto es que el niño no está esperando a un actor o actriz de teatro. Nada de eso. Ellos están felices de que sus padres o maestros se tomen el trabajo de contarles la historia.
El trabajo lo tiene que hacer la historia. Todo es cuestión de elegir el texto adecuado. Si el cuento es bueno, mientras el adulto la pueda leer, el niño se envolverá en ella. Y el tiempo y la atención que comparten con ese adulto lo agradecerán más que nada.
Lo hermoso de esto es que se vuelve un espacio para compartir entre niños y adultos. No sólo comparten el momento de la lectura, sino que comparten las impresiones de la misma que son automáticas. Lo cierto es que los niños no tardan en dar su respuesta ante un texto. Si les gustó. Si no les gustó. Si los atrapó o más bien los aburrió.
Leer junto a nuestros hijos o alumnos es un espacio fundamental para conocerlos, más allá del hecho de que el acto en sí es la base para la formación del hábito de la lectura. Y algo es cierto que los hijos que leen con sus padres tienden a convertirse a su vez en lectores.
A través de la lectura en conjunto podemos enterarnos de qué les gusta, qué les llama la atención, qué cosas temen, incluso qué cosas han visto, cómo están absorbiendo el mundo y qué experiencias han tenido.
Cuando uno tiene conversaciones de lector a lector llega a profundidades que de otra forma es difícil llegar.
Claro que a veces, ni el padre ni el niño están abiertos para le lectura en voz alta. La lectura jamás debe ser algo obligado. Entonces, un ejercicio hermoso es sentarse cada uno con su libro. Son esos momentos en que el niño pide leer solo. Hay que dejarlo. Pero eso no quiere decir que no se le pueda acompañar en silencio. Haciendo lo mismo que él. Demostrándole que ese acto es tan válido para padre o maestro como para hijo o alumno.
Cuando dos personas leen juntas la sensación de complicidad une y genera empatía. El sentimiento del niño de que se valora su espacio y su inteligencia le ayudan a fortalecer su autoestima, su personalidad y claro, su hábito de la lectura.
Es por eso que el derecho número uno es a que cuenten con padre o maestro que les lea en voz alta o lea con ellos. De eso uno jamás se arrepiente. Y dura toda la vida. Nada más ver a familias que leen en vacaciones y discuten libros en la sobremesa. Por eso decimos que familia que lee unida, permanece unida. Y eso es verdad tanto para la familia de sangre, como para la escolar.
Excelente. Ojalá muchos padres, que trabajan cada vez más horas al día para poder comprar la consola de juegos a sus hijos, pudieran leer esto. Aunque pensándolo bien, es probable que estén trabajando, o jugando con la consola.
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