viernes, 4 de noviembre de 2011

Y tú. ¿Cómo lees?


Una de las cosas que resulta curiosas de Rafael Nadal es la cantidad de pequeñas manías que tiene en la cancha. No es sólo el toqueteo de su área posterior (no creo que haga falta dar más detalles), es la mano que se pasa por la cara y la manera como acomoda las botellas de agua al lado de la silla. Es como si cada uno de esos factores que no tienen nada que ver con la técnica de su juego o con el equipo necesario para un partido, fuesen vitales para el desempeño del deportista.

Se puede exagerar y decir que casi es más importante que las botellitas de agua mantengan el orden, a que el zapato sea el adecuado. Sin el ritual, sin acceder a las presiones de la manía las cosas no son iguales para Nadal. Aunque la cancha sea perfecta. Aunque la raqueta sea la mejor del mundo.

El lector es igual. El que lee mucho tiene sus manías. Sus ritos. Su modus operandi especial, que si no se cumple desmorona todo. Es como que si al caerse uno de esos factores que nada tienen que ver con la literatura o con la palabra escrita agarraran nuestro tablero de juego y lo voltearan descaradamente. El resultado es que caen todas las fichas al juego y game over. Ni Shakespeare, ni Del Valle-Inclán, ni Henry Miller con sus escenas que sonrojan o Poe con su mundo de oscuridad pueden hacer nada.

Hay quien tiene un lugar especial para leer. Puede ser la cama. Un sofá. Hay quien lee en chinchorro. Hay quien tiene que tener el chinchorro en la playa. Hay quien lee en todos esos lugares, pero entonces cama es ensayo, chinchorro en terraza es cuento, chinchorro en playa es poesía, sofá es novela.

Está el lector que lee privadamente en público. El que necesita como música de fondo el murmullo de un café o los sonidos de una urbe. Cornetas. Rugir de motos. Llanto de frenos de camión. O el suspiro de las puertas de los autobuses. Es el que se sienta a tomar café, con el libro sobre la mesa, tal vez un cuaderno para anotar al lado. También se le puede ver sentado en el banco de alguna plaza. Distraído. Una víctima perfecta para uno de esos robos en los que el ratero sale corriendo.

Está el lector desesperado. El nervioso. El que no deja pasar un segundo que no aproveche para robarle unas líneas al día. Es el que saca el libro en cualquier parte. En el metro. En el autobús atiborrado, con una mano se agarra da la manilla que guinda del techo, con la otra mantiene abierto el libro edición de bolsillo que devora. Si uno se le queda viendo se nota como sus ojos van de izquierda a derecha, de izquierda a derecha, bajando poco a poco, esperando una tregua del autobús para soltarse y pasar la página. Lector con hambre. Lector famélico.

Es el que saca el libro en la cita del pasaporte. O en la sala de espera del dentista. Es la mujer que lee en la peluquería. El abogado que dentro de su maletín carga un e-book. Es la persona que cuando le preguntan, oye, ¿te gusta la literatura? no responde, sino que saca un ejemplar de Cartas Desde la Tierra de Mark Twain.

Está el que solo lee de noche. El que lee sentado sobre la cama. Como cuando uno se sentaba de pequeño, tratando de convencerse de los ruidos que escuchaba no eran fantasmas, o esperando a aquel monstruo negri-verde y peludo que iba a sacar su garra desde el mundo que existía bajo la cama.

Esta el que lee en el baño. El que lee en el carro, y su contraparte, el que se marea y se va en vómito si tan solo le mencionan el acto en un vehículo en movimiento. Está el que lee en vacaciones. El que lee en el trabajo. El que lee comiendo para pasar esa especie de vergüenza de comer a solas, sin alguien con quien matar el tiempo al otro lado de la mesa. Está el que lee de madrugada, el que lee cuando está triste y el que lee sólo cuando la vida está en orden.

Hay quien lee parado. Quien lee sentado. El lector que necesita música. El que se acompaña de televisión, que casi siempre es un adolescente que cree que lo puede absorber todo sin perderse nada. Está el que lee delante de la gente, casi por moda, el que pasea a Proust o a Nietzsche, para que se den cuenta que su calibre cultural es alto. Para que le pregunten lo obvio. ¿Y tú estás leyendo eso?

Luego está el lector que tiene toda clase de rituales. El café tiene que estar caliente. La leche espumosa. No puede comer mientras lee. Tiene que tener las manos secas. Una pluma de cierto color a la mano o un lápiz número dos para las anotaciones.

Está quien tiene que tener el cuaderno para copiar los fragmentos que le llegan, los que quiere recordar o hasta memorizar, añadiendo una entrada en el maravilloso archivo de lo que hemos leído. Como si al leer fuésemos acumulando riquezas en una banco cuyo valor jamás tendrá una valía económica. Está el lector que raya con un color lo que le gusta y con otro lo que odia.

Entre los ritos está el que termina todo así le resulte doloroso, tedioso, tormentoso, el que lo deja si no le aporta nada, el que no sigue si la fibra que le toca la narración es demasiado profunda. El que ríe, el que llora, el que se entretiene, el que alimenta su ego, el que experimenta una regresión psicológica, un ataque de malcriadez y el que ve su autoestima lanzarse por un tobogán directo a la desgracia.

Entre manías y rituales tan distintos y tan importantes para cada quien, uno se da cuenta que la lectura, es como cualquier hábito, es como un deporte, es como la comida, es como el sexo. Es más. Es terriblemente parecida al sexo. Pero ese es otro post. Uno que empezaría tal cual como termina este. Y tú. ¿cómo lees?

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