Insisto en la sopresa que experimentamos en Lascaux. Esta extraordinaria caverna no puede dejar de impactar al que la descubre: ella no dejará jamás de responder a una especie de búsqueda de un milagro, que está en el arte o en la pasión, la aspiración más profunda de la vida. A menudo juzgamos como infantil la necesidad de maravillarnos, pero entonces volvemos a la carga. Aquello que nos parece digno de ser amado es siempre eso que nos sorprende, es lo inesperado, es lo inesperable. Como si, paradójicamente, nuestra esencia tendiese a la nostalgia de esperar aquello que creemos imposible. Desde ese punto de vista, Lascaux reúne las condiciones más raras: el sentimiento de estar frente a un milagro, que nos da hoy en día la visita de las cuevas, la sensación de estar frente a una suerte extrema de haberlas descubierto, se dobla con la sensación de lo inaudito que habrán sido esas figuras para los mismos ojos que las vieron al momento de su creación. Lascaux se presenta ante nosotros, desde entonces, entre las maravillas del mundo: nosotros estamos ahora en presencia de la increíble riqueza que se reúne desde aquel momento. Que debe, desde entonces, ser el sentir de los primeros hombres, entre quienes, sin que evidentemente se sirvieran de un orgullo parecido al nuestro (tan notablemente individualistas), ¿estas pinturas habrían tenido evidentemente un prestigio inmenso? Un prestigio unido, sea cual sea nuestra visión del asunto, a la revelación de lo inesperado.
Es sobre todo en este sentido que hablamos del milagro de Lascaux, porque en Lascaux, la humanidad juvenil, por primera vez, medirá la extensión de su riqueza. De su riqueza, es decir, del poder que ella tiene para hacer que se espere lo inesperado, lo maravilloso.
Grecia también nos da una sensación de milagro, pero la luz que emana es como la luz del día; la luz del día es menos perceptible: por lo tanto, cuando hay claros en el cielo, ella deslumbra de entrada. [...]
Aquello que nos paraliza en un largo asombro es que la borradura del hombre frente al animal - y del hombre que justamente se vuelve humano - es mucho más grande de lo que podemos imaginar. El hecho de que el animal representado fuese la presa y el alimento no cambia el sentido de humildad. El hombre de la Edad del reno nos deja una imagen a la vez prestigiosa y fiel del animal, pero, en la medida en que él mismo está representado, muy seguido, disimula sus rasgos bajo la máscara del animal. Dispuso hasta los límites de la virtuosidad de los recursos del dibujo, pero desdeñó su propia cara: si reconoció la forma humana, la escondió en el mismo instante; se dió entonces la cabeza del animal. Como si tuviese vergüenza de su cara, y queriendo dibujarse, tuvo que darse la máscara de otro ser.
Esta paradoja, la del “hombre adornado con el prestigio de la bestia”, casi nunca se formula con la acentuación que exige. El pasaje del animal al hombre fue de entrada la negación que hace el hombre de su propia condición animal. Hoy tenemos como esencial las diferencias que nos separan de los animales. Lo que nos recuerda nuestra condición animal como sustancia, es objeto de horror y suscita un movimiento que raya en lo prohibido. Pero en primer lugar pareciera que el hombre de la Edad del reno tuvo él mismo la vergüenza que tenemos nosotros del animal. Se dio los rasgos de otro y se pintó desnudo exhibiendo lo que nosotros tapamos con tanto cuidado. Desde el momento de la representación, parece estar dándole la espalda a lo que debería ser desde entonces la actitud humana (pero era la actitud del tiempo profano, del tiempo de trabajo).
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